
Estábamos hambrientos, tan escuálidos como unos crustáceos. El vaivén del mar nos acurrucaba en su lento y mortecino baile. Nos tomamos de las manos, quitándonos la pena por ser hombres y viejos marineros. Nada podía darnos esperanza aquella infeliz noche, porque era la de nuestra muerte.
O la de algunos.
El capitán estaba arriba, de seguro exánime e incompleto de sus frondosas partes. Dejó de respirar de la manera más horrenda que pudimos imaginar. Ese monstruo del inframundo no tenía piedad.
Tomé la pipa de John Perkins, suponiendo que él ya no lo necesitaría; porque también estaba muerto. Fumé un poco de la hierba tranquilizante, excelente ayuda para los mareos, luego se la pasé a los demás. Des Chaveux fue el único que no quiso, estaba tan aterrado que no podía hacer otra cosa que mirar hacia la cubierta.
La primera ronda la haría yo, Kevan Lawful, vigilando…
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