Siete mensajeros salieron del reino para convocar a los aliados por la guerra que se avecinaba. El rey Pomposo, primero de su nombre, se sentía seguro y obstinado, ya que con los números estipulados la victoria fácilmente estaría en sus manos.
Sin embargo, pasaron los días y no obtuvo noticias del país vecino. De la ansiedad, tomó unos panqueques, los rellenó de mermelada de melocotón y cremas agridulces. Subió dos kilos, en beneficio de su ya avanzado sobrepeso.
De los días vinieron las semanas de silencio diplomático. El canciller fue convocado y se le cuestionó si algo estaba saliendo mal, porque el tiempo apremiaba y la matanza no esperaba para reclamar la sangre prometida. El rey quería saber si había eligido bien y si no era necesario enviar a otros mensajeros, de lo que el canciller lo tranquilizó asegurándole que estas fueron seleccionadas por ser personas de suma confianza; ninguno podría traicionarlos.
Al acabarse el mes, perdidos en el ausente auxilio, el canciller fue decapitado y el rey Pomposo subió cinco kilogramos más de puros carbohidratos.
Así los meses pasaron como nubes de verano, mientras el reino de Pomposo caía parte por parte en las manos de sus enemigos. En el último día, cuando ya nadie podía defenderlo, los generales del ejército contrario, junto a su ministro supremo, entraron al cuarto real que hedía nauseabundamente, haciendo que algunos vomitaran del asco.
Ahí estaba el rey Pomposo, primero de su nombre, hecho una botarga purulenta, nombrando a cada persona que mandó a morir por guillotina, incluyendo a la que fue su amada esposa, Anastasia, la reina del estío. Nadie había creído en la leyenda del rey ogro, que antes humano, vendió su alma al demonio y perdió toda naturaleza de bondad. Aquel, obeso, enorme, que ordenó asesinar a mucha gente inocente, ya no veía el presente con sus ojos.
Cuando lo tomaron, más de diez soldados, los más fornidos, tuvieron que cargarlo hacia la horca. No obstante, era una tarea imposible porque las bases temblaban y no aguantarían lo suficiente para asfixiar al tirano. De la guillotina ni hablar, su pescuezo era tan enorme y sobrepasado de medidas humanas, que lo haría reventar antes de ser funcional.
La ejecución debía llevarse con diligencia, en ese momento y no en otro. No tardaron en llegar los magos e ingenieros, peleándose por la batuta de tener el argumento más pertinente; unos ancianos con instrumentos de metal decían que en la mitad de un día podían reforzar la horca; entretanto, los magos sacaron sus laboratorios de alquimia, exhibiendo sus poderes en un performance colorido que impactó a muchos mortales…, prometieron que, si les conseguían sangre de unicornio, podrían convertir al rey ogro en gallina y así sería fácil descalabrarla con un giro de su cuello, ya después podrían hacer una deliciosa sopa de pollo con su restos; y como no tenían tanto tiempo para ir en búsqueda de fantasías, todos los que tenían poder de decisión se quedaron indecisos.
La dificultosa respiración de Pomposo los sobrecogía, vapulando a sus temerosos corazones. No podían matarlo como un simple soldado, ni envenenarlo, tenía que morir como un rey, por la horca o por el filo de una guadaña, de otra manera, serían condenados a la más terrible de las maldiciones.
Entonces, a un joven astuto se le ocurrió una ingeniosa idea: atiborrarlo de comida hasta que reviente, porque sería como si el rey se diera muerte a sí mismo, así nulificando cualquier posibilidad de caer en el tenebroso sortilegio. Según la leyenda, este monstruo no paraba de comer, incluso hasta tragándose a sus propios hijos, así que recolectaron de inmediato todo lo que pudieron y en fila la servidumbre le llenaba la boca al monarca, el cual lo aceptaba con mucha lascivia.
Las sonrisas no faltaron, preparando jocosas canciones de un rey que explotó de tanto comer.
Ya poco faltaba para que terminara el día. El capitán Mandurfo, mano derecha de uno de los generales, salió de una bodega después de tomar mucha cidra junto con sus compinches matones. Iba a soltar las aguas. Lo primero que vio fue la plaza y un gigante amorfo que no paraba de crecer. Se orinó los pantalones y la borrachera se fue.
Todos estaban desanimados al no cumplirse el ritual magnicida, porque si no se cumplía, la mala suerte caería en ellos. Era imposible que algo no tuviera saciedad como a ese que aumentaba sus proporciones hacia el infinito. Ya en ese punto toda la zona del palacio apestaba demasiado. Los ingenieros se pusieron sus máscaras para respirar mejor y los magos, según sus arcanas consciencias, emprendieron una imposible campaña para encontrar al unicornio, llevándose consigo a los caballeros con menos sentido común que encontraron.
Todos los líderes reunidos lo lamentaron.
Entretanto, aquella bestia obscena seguía masticando, masticando, masticando…; con lo pocos dientes que le quedaban masticaba todo material que le entraba, dejando una baba viscosa de color verde que caía en el suelo.
Mientras tanto, aquellos mensajeros que de nada se supo en su momento, cada uno se había puesto de acuerdo de no regresar al reino porque la gente estaba harta de tanta guerra, tanta muerte sin sentido, y prefirieron quedar como traidores. Después, cuando la matazona ya había acabado, programaron un día de encontrarse en una playa remota para idear un nuevo régimen de bienestar y prosperidad, de igualdad y justicia.