Liu Chien-Tsung platicaba con el ruiseñor cuando de pronto llegó el tigre de las colinas y avisó con un rugido su temible presencia; el ruiseñor voló hacia los hombros de Chien-Tsung, pero lo hizo demasiado tarde porque segundos después ambos serían devorados.
No obstante, Liu Chien-Tsung abre los ojos; es de noche, la humedad se adhiere dolorosamente en sus fosas nasales, como también el áspero suelo que agravia a sus desnudos pies. Algunos grillos resuenan por su estridente canto, mientras otros, como él, se recuerdan presos en cada pesadilla que despiertan. Ahí es cuando se da cuenta de que todo fue un latoso sueño.
A su memoria llega que su hermano, ahora un tirano, lo metió, a él y a su padre, a la prisión en este infértil monte de Hakwan. Su padre ya había muerto, todavía creyendo que su hijo menor tendría piedad para ambos; pero falleció delirando, tiritando en sus últimas palabras que algún día volarán libres lejos de esta tragedia.
Y, en efecto, lo hará su hijo mayor Liu.
Abrirá las alas y se transportará allá lejos, en otras tierras, donde Liu Chien-Tsung vagará en una carreta repleta de hombres escuálidos y apestosos, todos de mundos diferentes al suyo, hablando idiomas silenciosos que poco o nada entenderá de ellos.
Pero una rueda choca contra una piedra en el camino, y un chasquido desde la consciencia se entromete.
Un trueno retumbó desde otros cielos.
Cuando Liu Chien-Tsung mira a lo lejos aquel cielo brumoso, contándole a su familia aquellos periplos que él solo puede recordar; que alguna vez soñó que hablaba con animales, mas fue devorado por un tigre; o soñó que era hermano de un tirano e hijo de un dulce padre, aprisionados por una disputa de ideas; y ahora les confiesa que la próxima vez que despierte, ojalá pueda llevárselos consigo, o, de otra manera, le rogará a su mente que ahora sí este el final de su viaje.
Chancla Azteca 