Después de un día agotador, Sandra apagó las luces, no dijo nada, se quedó silente. Desde la oscuridad vi el techo, un triste pedazo de concreto, sin color, sin sabor. Ese día tampoco hubo sabor; no hubo besos, ni deseos de que el corazón ardiera de pasión. Nada. Los libros siguieron intactos, como mis ganas de escribir algo nuevo, no obstante, también aguerrido a procrastinar el natural deseo de expresarme con lenguaje estético.
Cerré los ojos antes de que volvieran los deseos suicidas de un mañana que termina en un final agridulce.
Respiración lenta, apaciguada.
Miembros entumecidos, aspiraciones heladas…
El océano nos cantaba con acuoso arrullo canciones de cuna, que ya era de tarde, con un sol perezoso listo para irse a dormir en su cobijo astral. Algunos espíritus de este piélago volaban contentos, precisos para comenzar su jornada y festejar la vida acuática por la noche venidera.
Estábamos viajando por otros mares, bien lo recuerdo. No sé si los tonos rosáceos eran demasiado naïve para un sueño como este, pero lo disfruté. Me pareció sublime el sentir una brisa ficticia al lado tuyo, así juntos, en un mundo que ni siquiera existe fuera de mis ojos. Era un hecho inequívoco: estábamos felices, contentos, viajando por aguas que daban apertura a cualquier posibilidad que se nos ocurriera.
Tu cabellera azul, piel de opalina, y yo solo espíritu indigente, mendingando en el mundo de los sueños.
A lo lejos avistamos un castillo que apareció de la nada, situado sobre unos riscos espumosos, que de seguro ha atraído a más de un marinero. Era como el canto de una sirena de piedra y agua. Cuando llegamos a la costa metimos juntos el pequeño barco, con la ayuda de unos espíritus risueños, contándonos historias que bien pudieron haber sido imaginación de mi imaginación, de las que tomé con pacto de gracia, porque de ellos poco se sabía de su origen, porque del mundo espiritual estos seres etéreos del mar son los más agradables, incluso más que los del bosque, ya que ellos parecen imitar a marineros mitómanos de buen corazón, apropiándose de una u otra anécdota, conjugándolas para crear una nueva, más surreal, pero superior en lo atractivo.
Ya subiendo de altura, dejando atrás el conjunto de maderas que nos transportaba, alegres por esta nueva aventura, me detuviste; yo quise seguir caminando, estaba presto a consumar este ciclo onírico, sin embargo, tus ojos turbulentos me contaron cosas que con tu voz sería imposible expresar. Dije que prestos teníamos que ir, antes de que regresara a mi otra morada, pero te quedaste ahí, inmóvil.
Mi cuerpo, mi verdadero cuerpo, comenzó a sentir ganas de sentirse consciente. El miedo me entró, apabullante; grité que requería un tiempo más considerable, que esto había sido muy corto. Me callaste con un dedo…, y adoré tu presencia.
Carecías de forma, sexo, y habla; solamente existías en un molde imperfecto que amaba más que a un ser vivo. Te había visto, sentido, más veces que el amor terrenal. O eso creía. Eras parte vital de mí y yo ya me estaba yendo otra vez.
La noche había caído sobre nuestros hombros.
Tú ya no estabas.
Me sentí desconsolado, en aprietos sentimentales que difícilmente sentiría de otro modo. ¿Acaso tendría que buscarte para no encontrarte, como la vez anterior…? ¿Qué dios me trajo a este terrible destino? ¿Qué pecado he cometido para ser castigado con este suplicio? Lloré en seco, transportándome a bosques y selvas; me deslicé por arenas calientes y desiertos de tundra, y nada.
Las preguntas a otros moradores de este terruño poco o nada me satisficieron. El pesimismo me atragantó. No hubiera hecho nada. No hubiera pensado en nada.
No hubiera cerrado mis ojos.
Ojalá no soñara nunca más.
Fue un trago amargo del cual no me podía consolar, convulso, rebelde, catastrófico, como un remolino que me llevara…; y mis piernas sentían ese cosquilleo de la vida real; y mis ojos con el dolor suave de parir realidades que poca sustancia tienen de la verdad. La espalda, dolía. Todo.
Pero no desperté.
El filo de una daga hirió mi abdomen en una pelea de borrachos y yo decapité a mi adversario. El dolor era igual de agudo, hecho por un frío metal de otra realidad. No desperté. No despertaba.
No despierto.
Caigo en una esquina, el tabernero pregunta que qué demonios hacía preguntándole sinsentidos a unos bandidos que no querían ser molestados. Le digo que sólo quería saber dónde estabas; y él me contesta que estoy loco, que mejor me retirara a morirme afuera, antes de que llegaran los guardias a llevarme a un calabozo.
¿Acaso no entendió tu nombre? Antes todos sabían de ti, aun cuando no daban con tu paradero. Ahora cada personaje me mira desinteresado en auxiliarme, hasta uno o dos se les ve la cara de querer ayudarme, pero a morir pronto.
Salgo renqueando, esperando a que el dolor terminara con un pensamiento supremo. Y no, el aire sigue entrando en mis pulmones, así como la herida y su sádico flagelo. La mente se me está yendo, expulsada por el martirio que estoy experimentando.
Quise gritar. Gritarte.
Empero, tu nombre ya no está en mi memoria. Es extraño. Realmente sentí que alguna vez viajé hacia otro lugar, a una idílica costa, donde tú y yo tendríamos algo, pero no recuerdo ni el fin de ese proyecto. Ya no recuerdo nada.
Sólo dolor, intenso dolor.
Los pocos noctámbulos me ven con pesar o desprecio, como si presenciaran a un fantasma pendenciero preguntando por su fallecida amante.
De lo poco que puedo evocar, consecuencia de la pena que estoy viviendo, es que había un hombre en mí, recostado en una cama, desconsolado por un sabe qué, con un sabe quién; se parecía a mí en lo más esencial, pero lentamente esa conexión se esfumó en un adiós irreflexivo.
Tres guardias pasan enseguida de mi persona, parecen listos para aporrear a alguien. Me ignoraron. Olían mal.
El sabor cobrizo entra en mi boca; escupo sobre mis manos inexistencia, una sustancia invisible, pero que bien me sabía a sangre. Miré a la luna más grande, alta y rechoncha, como esperando algo de mí. Ya nadie está alrededor. De hecho, dentro mío ya no espera a nadie, sólo quiere sosiego. Se me dificultaba recordar el por qué me encontraba tocándome un incólume vientre perfecto, y las lágrimas eran ajenas a mis sentimientos.
Mis pies se despegan del suelo.
Mis manos se abren como alas angelicales.
Ya no duele nada, ya no siento nada. Pero sonrío.
Floto, floto para llegar allá, a ese imán oblicuo, dominio donde conviven los de mi especie, y me dejo llevar, llevar, llevar…
Voy contigo otra vez, ese deseo sin nombre, sin voz, de cuerpo hidratante e imperfecto; colores del mar, cromas de la noche, en un efecto imperecedero en el que me hago acreedor inmortal de su infinito paraje, hasta que algún día, ese dejo de hipótesis, que un dios endemoniadamente lejano, despierte, y yo, por fin, pueda descansar en paz.