«Somos el sueño de un dios
que aún sigue dormido.
Por eso morir es despertar.»
— Vladimir Alalba
I
Sus ojos cargan la imagen de la braza, mientras las llamas que se conjugan en su retina, clarifican sus pensamientos, urden en los más confusos recuerdos.
La luna, sin mucho qué decir, mira al desgarbado fugitivo con indiferencia, iluminándolo fríamente con su blancura, como si se tratara de una de esas mozas desdeñosas que tanto ha utilizado la literatura como tropo de la maldad, infidelidad y paganismo.
La mirada del hombre rubio, enjuto personaje, emitía soledad, misterio. Violencia.
El humo brota más denso cuando éste tira otro tronco verde: ahí fue el momento en que otros tres hombres, pobremente acorazados, se le acercan, así, sin necesidad de ser furtivos, desde la densa oscuridad de unos pinos. Una mueca y un mechón rubio se hacen visibles, lo cual delata el disgusto de ver al aparente líder del trío recién llegado.
—Habéis estado viajando mucho, eh… ¿Qué ha comido sus asaduras? —el supuesto líder, individuo con reminiscencias jesuitas, indica con la frente a la pequeña hoguera.
Inmutable, los pensamientos del desertor se fijan a un espacio remoto. Asiente en silencio. Las piernas de uno de los tres hombres, el más alto y delgado, resuenan en su traqueteo al temblar, mientras las herrumbrosas hojalatas que protegían sus muslos se descomponen aún más.
—Bueno, mi señor, no hace tiempo para una espera prolongada; largo recorrido es por tanta arena caliente de este desierto hijueputa. Además, no me gustaría que el estío achicharre a mi piadosa alma.
De un mandato que no se piensa dos veces, un dúo de hombres con armaduras de cuero grueso, partes de hojalata y cascos abollados, se alzan contra el hombre silencioso.
Su fugitivo.
Cada uno, dubitativamente, se ven las caras con rechonchas gotas de sudor y sostienen al hombre rubio de hojalata que no mutaba su mirada.
—¡Albricias! No esperaba vuestra alegre disposición, capitán Iturriaga.
Con el tenue brillo de las estrellas, los cuatro soldados se adentran a un lóbrego bosque de cactus y demás flora desértica.
Sonora canta con su terrible voz infernal desde el día, hasta la noche.
II
Entre los tres se preguntan que si un lince o indio se ha comido la lengua del capitán, porque ni una palabra articula su cautivo. Se dice que en ciertas campañas bélicas contra los indios bárbaros lanzaba mandatos con su mirada y ademanes, como si este no hubiera nacido con voz. Muchos subalternos llegaron a nombrarlo El Diablo Amarillo, por rubio, y también una cascada de motes de poca pinta, como El Hijo de Puta; El Capitán Sarnoso; El Mudo; El engendro de Satanás; entre otros menos que más creativos.
Y, además, siendo que era un tremendo aniquilador de indios, terminó como amante de los tales yaquis, aunque dicen que esos son hechos infundados para darle persecución a su cruel persona.
Iturriaga, sumido en sus enigmáticos quehaceres mentales, a veces hace como que observa el suelo, a veces el cielo, pero nunca hacia el frente, menos hacia atrás, sólo utiliza un rango de casi ciento ochenta grados para su campo de visión. O eso aparenta. Sin embargo, cuando fija la mirada en su interlocutor, le hiela las venas con una mirada fría, penetrante. Hermética. Esto deja más intrigados a sus escoltas por el hermetismo puro de su fantasmagórico ex-capitán.
—Creo que lo ha embrujao un hechicero indio, de esos iaquis, os apuesto los últimos dientes de mi madre —comentó por enésima vez el hombre con cejas abundantes. Se cuenta de esa tribu de indios caníbales adoradores del mismísimo enemigo de Dios, ¡El Innombrable! Y que por esos herejes estas tierras están tan muertas como la de los moros…
—No, ya dije, a éste os aseguro que le cortaron solamente la lengua y lo dejaron vivo una tribu de esos indios del río que refieres —asegura el más enfermizo, que ahora parece que entre sus órbitas penden agujeros negros por su mala nutrición y constantes desvelos.
—¿Pero para qué le cortarían la lengua?, ¿para comérsela? He entendido que esos bárbaros te cortan el pellejo o la virilidad, pero…
—Tal vez, tal vez, quién sabe. No me sorprendería porque he visto peores cosas con esos bárbaros…
—¿O será por diversión?
—Tal vez.
Entonces, el que parece ser el más astuto, atributo básico que supuestamente todo líder debe de tener, dio un chasquido, sonríe y dice:
—¿Y para qué lo dejarían vivo? Lo que yo sé es que esos indios no dejan vivos a los que no son de su raza, sea por la inclemencia de su esencia barbárica y anticristiana —pausa; se escucha el eco de sus pasos—. A sus prisioneros no les pasa diferente, que después son comiditos con entusiasmo en rituales a Satanás. Lo sé porque lo hemos estudiado.
—¡Tsch! No profiera ese nombre, mi capitán… —pone sobre su pecho el yelmo el hombre con la muralla de vellos que surcan entre sus ojos.
—Vamos, albuznaque, que un nombre es un nombre y palabras son palabras. En toda la excursión vuestra presencia es por lo menos la más petulante. Cuando se habla de indios y hechicerías, Dios siempre cuidará de ellas a los fieles creyentes de su divina palabra. Así que no tengáis miedo alguno. O, ¿qué creéis que andaré aberruntando cosas colora’as?
—No es eso, capitán, es que llevo tan poco tiempo en estos lares y en el sur cuentan tantas cosas…
—Mierdas y putas moras… ¿Verda’ que esto te hace mear de miedo? —el enfermizo lo reafirma con un ademán que efectúa con una movilidad lenta y rítmica: levanta su cabeza hacia arriba, luego la baja.
—Perdone usted, capitán…
Después su atención se dirige a otro tema visiblemente reciente. A lo lejos, tal vez un objeto o bestia se yergue entre el turbio horizonte.
—Qué mierda es ese dorndón…
A un cuarto de legua, un rayo luminoso que emana de aquella distancia, deja casi ciegos a la cuadrilla. El capitán quiere desenvainar su espada por mero instinto, ya que nada lo amenazaba en la proximidad; pero, de pronto, todo es más oscuro, un color violeta los empapa; luego se vuelve más blanco, para terminar en penumbra.
Sólo se pudo escuchar un “¡¿Los iaquis?!” como un eco disparatado, un sonido sin sentido, sin fuerza.
III
El capitán abre súbitamente los ojos y estos giraron trescientos diez grados. Ve con indignación que ninguno de sus acompañantes se encuentra despierto, siendo que el alba espera a que los madrugadores su dios les ayude. El sudor del teniente denota que el calor los acosa.
—¡Levántense buenos para nada!
Se escuchan protestas somnolientas que nulamente agradan al teniente.
—¡Que se levanten y tomen sus fusiles! Yo mismo haré ahorcar al primero que se niegue a mi mandato; recuerden que al virrey no le agradan los holgazanes embusteros como ustedes; y, peor aún, los desertores, condenados ya a las eternas llamas del infierno.
—Capitán, pero… —algún somnoliento soldado realista intenta expresar su queja. El teniente lo mira con disgusto caricaturesco, toma una de sus pistolas de percusión y le da tremendo culatazo en la frente al renuente subordinado.
Minutos después, todos se ven firmes y mal alimentados cuando el sol está brillando en lo alto del cielo. Cargan sus fusiles, mientras uno o dos, que sólo tienen como arma sus machetes, se concentran en afilarlos con destreza y agilidad. Las moscas asedian sus pieles. Uno que otro vestía su uniforme azul, o harapos ridículamente pintados de ese tono.
Sin embargo, entretanto los soldados harapientos esperan órdenes, el subteniente arguye con su superior el si tomar curso por el río o darle la vuelta, porque yaquis y mayos estaban peleando por el territorio.
—Ninguna de las dos —vocifera el teniente—. Un indio de la sierra nos confirmó que el coronel se esconde en el bosque de Trinidad.
—¡Ah! ¿En serio vamos por la sierra? Creía que no pasaríamos frío otra vez… —contesta el subteniente.
—Y frío pasaremos —lo siguiente lo grita mirando a las tropas— ¡Holgazanes! Así que traten de no orinarse las bragas porque no querrán que se les congelen sus penas y después no aspirar a tener descendencia.
—Sí, señor —dicen casi al unísono.
IV
Bordearon las cercanías, y un explorador ratificó que él y su acompañante vieron a un hombre entre una fogata ya extinta y varios olmos secos. El capitán piensa que por cuánto tiempo el coronel habría estado ahí, tal vez esperándolos en medio del extremo calor del día o el helado frío de la noche.
Cabalgan a tientas por la zona accidentada. El subteniente, siempre dudoso, le hace una pregunta a su superior mientras éste se dispone en retener una flatulencia.
—Señor, ¿por qué perseguimos al coronel? Si es que en verdad lo perseguimos, porque éste, por lo visto, casi se ha dejado capturar.
El teniente hace un ademán de inconformidad por el dolor abdominal y ve al subteniente con su característica mirada gélida, pero con un aire también de duda.
—No sé. Pero este pecador ha desertado del ejército real y las tiene que pagar.
—Pero, ¿por qué desertó…?, ¿qué se le hace a un coronel que deserta?
El capitán cambia su mirada hacia el frente y sus ojos tiemblan al no encontrar respuesta inmediata. Levanta ligeramente las cejas.
—Quizás se hartó del clima. No sé. Alguien como tú debería saber qué es lo que le pasa a un militar de alto rango —se escucha el crujido de sus intestinos—. Yo lo mandaría la horca por cobarde.
El subteniente ve a su superior y a otros que andan por ahí, fingiendo que no escuchaban la plática.
—Pues… señor, creo que… no sé…
—Vaya, creo que estamos de mal en peor.
—Sí, perdone usted, señor.
Pasan los minutos.
Las hierbas y hojas que yacen en el suelo crujen sobre la marcha del pequeño batallón; la luz del sol hace lo posible por entrar entre las matas de los mezquites; algunas ardillas grises se esconden dentro de un árbol y rasguñan con frenesí algún tronco; también rondan ciervos que levantan sus orejas, perciben humanos cerca de su zona, luego corren despavoridos. El subteniente sigue nadando entre dudas, como si cada vez algo lo intrigara más y más.
—Señor…
El teniente da un chasquido y demuestra su molestia con un:
—¿Qué?
—Es que quería preguntarle, pero me daba pena…
El teniente espera la pregunta con impaciencia.
—¿Cuándo terminará todo este alboroto y su majestad Fernando llegará a poner orden con los alborotados?
Un viento sopla, hojas ruedan y parece que la velocidad de los jinetes e infantería se reduce. Los soldados más cercanos se quedan en silencio viéndose los unos a los otros.
El teniente, con sudor frío en la frente, solamente piensa en llegar por el desertor y aliviar sus tormentosas ganas de defecar con tranquilidad.
V
El relincho de un caballo se escucha y la tropa se detiene: el hombre que buscan está en frente de ellos.
Como el capitán se percata de que nadie empieza un diálogo, gruñe.
—Coronel, hemos recorrido toda la sierra por usted.
Silencio.
—Si viene con nosotros amigablemente no tendremos que utilizar la fuerza, que se me ha autorizado a utilizarla dadas las circunstancias.
Más silencio.
—Bien. Venga con nosotros.
No hay oposición.
Sin embargo, cuando le facilitaron una montura al coronel, el cielo se torna bermejo y todos los presentes miran aquel fenómeno con estupefacción e incredulidad. El copete rubio del coronel no deja ver por completo a su ojo derecho, pero por lo que puede apreciar con el izquierdo mira cómo el mundo se acaba, o se transforma. Y su ánimo permanece estéril.
VI
El pelotón se aglomera para escuchar al capitán.
—Los he reunido aquí, bola de cabrones, o, mejor dicho, el puto onceavo regimiento estatal, porque son tan inútiles, quejumbrosos y torpes que cualquier otro batallón del ejército federal podría decir que son más flojos y desordenados que los pinches yaquis. ¿Alguien sabe por qué nos mandaron hacia la sierra de Chihuahua? —vacilantes, dos que tres soldados levantan sus manos— No se hagan pendejos, ni ustedes saben por qué los trajeron a huevo al encabronado frío de la sierra chihuahuense… Tons… ¡Qué chingados estamos haciendo aquí! No saben nada ni cargar sus revólveres; a ver, tú; sí, el de la ametralladora, a ver, dime, ¿cómo se llama el arma que sostienes?
—Cr-creo que se llama jolt, o cholt, s-señor…
—¡No! Chingados, no; esa pinche arma se llama Colt y es gringa, bola de cabrones ignorantes… A ver, tú; sí, el que parece que se va a dar un pinche balazo en el ojo por pendejo, de seguro no has de haber descargado primero el fusil antes de empezar a limpiarlo; dime, ¿cómo se llama?
—¿Mauser?
—¡Así es! Primer pelado que sabe cómo más o menos se llama lo que sostiene entre sus sucias manos y no es su verga; es una mauser que no sé si es gringa o europea, pero es cosa que todos los pinches soldados rasos como ustedes deben de saber, así como el nombre de su puta madre… Bueno, ya le paro con decirles cosas que de todas formas les entra por un oído y les sale por el culo… El objetivo de hoy es apresar a un soldado anónimo que anda vagabundeando por la sierra; se dice que es compadre de brujos yaquis y de paso se coge a sus hijas.
Un soldado levanta la mano.
—Señor capitán…
—Primero se espera a que le dé la palabra, mequetrefe.
—Ah, sí, perdón. ¿Puedo? … Ah, sí, gracias… Señor capitán, ¿por qué ir por un soldado anónimo? Somos muchos como para ir sólo por un cristiano, ¿qué es un pistolero o algo así? Porque, digo, yo y mis compañeros ya hemos probado algunas yaquis y…
El capitán se rasca el bigote mirando hacia los lados sin girar su cabeza.
—Pues, no sé. Así es como dio las órdenes mi general. No quiero más preguntas, que tenemos el pinche tiempo contado y ya casi se vienen tiempos de extremo calor y en la sierra; y si no hace calor, el frío te congela los huevos.
VII
Todos se encuentran sentados alrededor de la fogata que está pobremente elaborada.
—¿Quién fue el que prendió la lumbre?
—Yo, mi capitán.
—Recuérdame que te mereces unos chicotazos cuando volvamos al cuartel. Mis hijos saben hacer mejores fogatas y el mayor no alcanza ni los doce años.
El capitán escupe saliva oscura hacia la hoguera y murmulla “Bola de pendejos, me dejaron lidiar con puros inútiles”.
—Oiga, capitán —dice un soldado con unas peculiares orejas malformadas— ¿sabe cómo se llama el soldado que tenemos que atrapar?
El capitán yergue su espalda, da una palmada en su muslo izquierdo y suelta una risotada colérica.
—¿Qué no entiendes lo de “soldado anónimo”? ¿O no sabes qué significa “anónimo”? … Mira, ni yo sé su nombre, sólo acato órdenes.
Al soldado de las orejas peculiares lo acompaña un hombre cejijunto que también pregunta.
—Eh, mi capi, es cierto, si no sabe cómo se llama ése, ¿pa’ qué vamos por él? ¿Violó a la hija de un hacendado, se juyó del ejército o es enemigo o qué?
Se escucha el pedo comprimido que, ufano, el capitán estuvo esperando expeler. Los frijoles con chile que cocinaron le supieron exquisitos a sus papilas gustativas, pero al estómago no le habían sido tan buenos en su digestión.
—No sé. Me vale una chingada, yo nomas quiero llegar a ser general antes de que todo este desmadre se termine.
Otro repentino gas. Éste vaga por todo el campamento mientras los soldados tapan sus narices o, los más educados, solamente la mantienen chueca, como si este gesto obstruyera el agrio aroma.
VIII
—¡Madre santísima! —¡grita el recluta orinándose los pantalones.
Un nuevo inquilino se les ha unido.
—¡Mamáaa! —sigue gritando el mismo soldado.
Palmadas en el pecho o en la cara, incluso puñetazos fueron el mejor método para animar las almas de los otros. El capitán sale de su casa de campaña con la mitad de su uniforme, sombrero de oficial, pero unos calzones de poca pinta. La mauser C96 que sostiene no está cargada y desde hace meses le falta una extenuante limpieza. Algún subalterno tiempo atrás se lo recordó con vehemencia, pero el capitán hizo caso omiso.
Algunos soldados apuntan con sus armas hacia el recién llegado, otros sacan sus puñales, machetes, y el que tenía espada militar, pues, la blande con honor; otros despavoridos acercan sus manos hacia sus bocas y pelan bien los ojos para poder distinguir aquella figura fantasmagórica.
El capitán despide un nervioso “¿Quién anda ahí?”. Algunos rifles tiemblan, tanto que uno de ellos por accidente dispara, lo cual ocasiona la caída de una rama de sus arbóreos aposentos. Otros disparos más le siguen.
—¡No disparen, jijos de la chingada! – ordena el capitán.
La silueta, inalterable y serena, da un paso al frente y expone su cara.
—¡Es él…!
—¿Es ése, señor? —dice un hombre delgadísimo que entrecierra los ojos para ver mejor— ¡Claro que es! Escuché de usté que iba a ser rubio.
—Tiene uniforme, debe de ser parte del ejército.
—No la chingues, ¿a poco se vino solito?
Y un atolondrado dice:
—¿Y éste qué? Échenle un disparo entre las patas y juímonos, que tengo mucho sueño.
Nadie responde.
El objetivo está frente a sus narices; o mejor dicho, frente a sus rifles. Él los mira uno a uno con tenacidad y, sin falta, muestra aquellos ojos vengativos, de esos que muchos han visto y hacen que las palabras se atraganten mientras la hombría sale corriendo a esconderse detrás de una nopalera. El capitán sin alguna razón lógica tira el sombrero y a grandes zancadas se dirige hacia aquel hombre.
Cuando quedan frente a frente, el capitán lo mira con furia. El capitán le tira el sombrero de una palmada en la cabeza, luego le jala el cabello, después tensa la oreja derecha del prófugo y la mantiene así.
—¡¡A ver, hijo de la chingada! No sé quién seas, pero qué huevos tienes para venir por la noche, asustarnos y para acabarla de fregar te entregas por voluntad propia. ¿O qué? ¿Cuál es tu propósito con esos ojitos de macho?
El otro con una mueca apenas visible le responde con un:
Silencio.
—Mira nomas el cabrón este, como si estuviera mudo o si fuera tan machito para no responderme.
Cuando el capitán está formulando nuevas groserías, y puede que un siguiente golpe en el vientre, el fugitivo rubio lentamente saca algo de su guantera; esa cosa brilla tanto que lo cercano a ella lo impregna de una completa blancura.
—Qué chingados es eso…
El capitán deslumbrado deja caer su bigote hasta el suelo, mientras el portador de aquel misterioso artefacto alza su mano izquierda donde sostiene aquel brillo. Y el entorno se ilumina más; más y más, hasta que los soldados tiran sus rifles y otros caen de bruces.
—Dos héroes yaquis son los que combatirán contra los muertos.
Todo queda completamente en blanco cuando se escuchan unos chillidos.
*
—¡Juro que tuve el sueño más loco del mundo!
—¿En serio? Debes de dejar de comer tanto picante y carnes rojas por la noche, caen muy pesados a tu estómago y producen muchas pesadillas… Yo por eso ceno ligero… Hasta he bajado de peso.
—No, no no no no no; no, esta vez fue interesante… Tenebroso… ¿Recuerdas la historia que he estado preparando para la beca de escritores? Pues me ha urgido terminar una novela, aunque sea corta, pero me desespero y no encuentro una trama sólida, alguna que me atrape y haga que mis dedos dancen por el ordenador…. ¿Recuerdas? Esa historia sobre unos hombres que van en búsqueda de un fugitivo, pero que siempre esconde algo, algo en su cara… Algo, sí, algo… Y es ese el problema, siempre empiezo y lo borro; lo elimino y cambio de historia… Hasta sentía que yo narraba el sueño o una cosa en mi cabeza me obligaba hacerlo.
—¿Sí?, ¿a poco?
—Sí, sí, pero lo que hago es cambiar de época, alguna paradigmática de nuestra cultura; sin embargo, me pierdo y no sé qué hacer. Hasta he tratado que sea seria o épica, luego una más aventurera, o de ciencia ficción, pero no…. Luego me quiero chutar una sátira política, como algunas novelas de la revolución, pero no y no… Ya hasta sueño que escribo la historia y también la termino tirando a la basura…
—Pues, yo también a veces sueño con lo que me quedo pensando todo el día y me levanto al otro día por unos huevos revueltos con frijoles. Luego se me olvida el asunto. Así pasa.
—No, no es eso nomas; las historias son parecidas, claro que, con sus diferentes sensaciones oníricas, también terminan diferente; ¡y ese es el punto! Nunca las terminé porque siempre les daba delete; no obstante, éstas seguían, pero con un final muy ligado al sci-fi, como si se tratara de un rapto alienígena o como si algo en su universo se trastornara y todo se revolviera o se convirtiera en un resplandor blanquecino….
—¡Vaya! Interesante, de hecho. Deberías de escribirlo y no nomas soñar que lo escribes…
—¡Espera! … Ah, bueno… Sé que es extraño, pero a la vez es un simple sueño. Aunque no tan simple, pero sigue siendo un sueño.
—¿Algo te perturba? No te tomas tu café.
—Es que parece que algo no concuerda… o todo concuerda.
—Vamos, Jaime, vamos a tu casa, yo pago la cuenta… Mejor revisamos las nuevas películas que me llegaron, te paso el número de mi psicólogo y listo.
—¿Sigues con lo del psicólogo? … Bueno, está bien, te la paso porque ahorita no puedo concentrarme en otra cosa. Creo que hasta escucho voces por las noches…
—Mesero, la cuenta.
**
[Los dos hombres entran a esa curiosa casa. Una casa curiosa.]
—Huele a húmedo, como si hace tiempo no viviera alguien aquí.
—Sí, sí, lo sé, hubo problemas con las tuberías y no me he dado tiempo de limpiar el piso, alfombras; nada.
—Jaime, te diré esto en serio: creo que necesitas ir con mi psicólogo, o su no con un psiquiatra. Algo no está bien con tu cabeza.
—No seas mamón, ya te dije que ahora sí lo voy a intentar.
[Ese hombre, el que parece ser escritor, tira las llaves y sus ojos parecen estar muy cansados. Después se sientan, pero alguien toca la puerta. El escritor se queda viendo a su amigo y su amigo se va a abrir la puerta.]
[Muy bien, muy bien.]
—Qué hueva tengo…
[El escritor cierra los ojos.]
—Oye, Jaime… Estos hombres quieren verte… Entraron con toda la confianza, como si te conocieran…
[En la mirada del escritor hay una expresión que dice que sí los conoce de alguna parte; sus ojos se abren mucho, parece que van a estallar de locura.]
[¿Qué más sientes?]
[Raro… Pero no mal.]
[Bien.]
—Qué…
[Los recién llegados son casi de la misma estatura: uno rubio con cara fría y el otro con el cuerpo hinchado]
—¿Qué pasa, Jaime? ¿Estás bien?
[El hombre rubio saca algo de su abrigo y lo deposita junto al ordenador portátil que está… en un escritorio. El escritor lo mira fijamente. Se levanta del sillón y queda frente a ese artefacto.]
—Es… ¿Una broma?
[Mueve su brazo derecho y lo toca.]
—¿Me estoy volviendo loco?
[Entonces, sí, el hombre rubio dice algo con una voz oscura que apenas me es audible.]
—Apriétalo. Fuerte.
—Siento que me derrito.
—Es normal.
—No, ¡no puedo desapretar la mano! … ¡Chepe, ayúdame…
Α Ω
Una mujer semidesnuda con una falda de una aleación liviana entra a la habitación.
—¿Qué pasa, Anuk? ¿Otro mal sueño?
—Sí, varios. Los que te conté.
—¡¿Qué sentiste ahora?
—Sentí que universos se crean, luego se destruyen; historias que empiezan, luego terminan… Soñé con un escritor, su creador.
—Bien. ¿Has aprendido algo de esos sueños?
—Que por más que el universo se destruya, siempre otro comienza; la energía siempre muta, no siempre es lineal. Ni tampoco muere en verdad.
—Bien, bien —la mujer le da una palmada al joven con cabeza calva, portador de un solo mechón rojo—, tal vez sea hora de que platiques con los Constructores.
El muchacho asiente. La mujer le da un beso en la frente y lo deja solo. El joven se recuesta en la cama otra vez. Cierra los ojos. Los abre y ve al techo, al oscuro techo: cuatro cabezas vuelan en él, en formación horizontal: una es de cabello rubio, otra con una papada prominente, otra la de un hombre con grandes ojeras deformadas y una más con las cejas impresionantemente juntas.
Se queda dormido con una sonrisa infinita.
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