Esta vez fue diferente, porque me lo pediste.
Y lo recuerdo muy bien.
Estabas esperando, abierta, sujetando las piernas hacia tu abdomen, invitándome con los ojos, con aquellos labios de luna, entreabiertos.
Ojos, ojos negros.
Yo sujetaba mi pene, frotándolo, esparciendo aquel líquido aceitoso, con sonidos de espasmos aéreos. Oh, me convocabas. Oh, mi erección invocabas. Dolía de lo cachondo que me tenías. Lo prohibido, lo profano; eso que era pecado para versos y salmos de ciertas escrituras sagradas. Sí, fue justo y necesario hacerlo.
Y lo hice.
Entré por el otro lado, más compacto, rugoso, indómito para las almas poco creativas…; pero el placer de lo proscrito, su bendito pecado… Poco a poco, asediando a la caverna peligrosa, gemías de dolor y placer, empecinados en un masoquismo excelso, riquísimo, aunque extraño para las sensaciones eróticas, sin embargo, más agudo, riesgoso, y sabroso.
Hasta la oscuridad llegó en ambos seres, tú y yo, haciendo reverencia a cualquier dios del sexo, chorreando jugos embriagadores; lágrimas de placer; orgasmos intermitentes; el principio de muchas noches donde me pedirías ese goce clandestino, y yo con gusto seré el sacerdote de tus orgasmos, hasta que el amor ya no nos aguante.