Santiago por fin encuentra el lago de la inmortalidad. Su ubicación era tan natural, muy fácil de acceder, que le parece absurdo que nadie más que él lo haya descubierto. En sus sueños lo vio, en vida las sensaciones lo guiaron hasta acá.
Ríe de júbilo. Ya saborea la eternidad con tantas hazañas, méritos, cambiando a la humanidad a su antojo heroico, de un altruismo menguado. Pronto, para la perspectiva de un inmortal serían décadas, o siglos, se vería como un rey benefactor a todo el que tuviera mérito de su gracia; sería misericordioso, pero aún terrible contra sus enemigos; sería un súper humano que todo lo podría abarcar con sus manos, igualándolo a un dios sobre la tierra. Su semilla se esparciría de Este a Oeste, Norte y Sur, y quién sabe si hasta más allá de las estrellas; sí, esas esferas de luz que siempre le causaron intriga, aun con los nombres de dioses que les propiciaron a cada una de ellas.
Algo había más allá, y todavía más allá de eso que nos parece inconmensurable.
Y, con los brazos extendidos, sonrisa furtiva, se dejó caer en la profundidad del lago, mientras la brisa aumentaba el goce de su caída, amainando toda duda, invitándolo a grandilocuencias, seudónimos de él que se convertirían en epónimos de la historia de la humanidad, hasta alcanzar y traspasar los límites de ésta.
El agua lo absorbe, lo acobija, sus moléculas ahora son más livianas que hace unos instantes. Su piel, su cuerpo, millones de moléculas acuosas, contentas de volver a un origen primitivo, a lo más prístino de los mamíferos. No lejos de él, varios cuerpos flotaban con amplias sonrisas, algunos de pelo ralo, otros regordetes, mujeres y hombres conviviendo hasta el fin de los tiempos en una cenicienta comunidad debajo del agua, soñando que son reyes y emperadores, dueños de un mundo que solamente ocurren en sus pequeños universos: sus cabezas, y sus deseos.
Imagen tomada y modificada del gran artista Sebastian Wagner