El sentido histórico y el poético no debe,
en última instancia, ser contradictorios,
ya que si la poesía es el pequeño mito que hacemos,
la historia es el gran mito que vivimos.
—ROBERT PENN WARRENAUn mito es una construcción idealizada,
a partir de un hecho real,
que se ha construido en una sociedad.
—PACO IGNACIO TAIBO IISólo la risa puede captar ciertos
aspectos excepcionales del mundo.
—MIJAIL BAJTÍN
En este trabajo plantearé el diálogo narrativo entre las novelas Gil Gómez, el insurgente y Los pasos de López, siendo el objetivo dialéctico a relacionar los puntos convergentes y divergentes de las dos obras, y así obtener una reflexión sobre los diferentes acercamientos que desarrolla cada narración en torno a Miguel Hidalgo y el movimiento insurgente que encabezó.
También en este ensayo se pretenden analizar los elementos históricos y narrativos involucrados, así como las particularidades de la novela histórica en los distintos momentos de enunciación, pues cada una de esos contextos involucró convicciones éticas y estéticas importantes para su época.
El análisis y representación de la figura de Miguel Hidalgo fue ambigua, confusa, arbitraria y, por lo tanto, muy variada: hubo escritores, pintores, dibujantes y escultores que reconstruyeron su imagen, como lo prueba el trabajo litográfico de Claudio Linati, desde fecha tan temprana, la de 1828, para la incipiente nación mexicana. En el ámbito literario, aunque previamente la poesía patriótica había planteado imágenes —por así llamaralas— «épicas» durante la década de 1820-1830; en particular, la construcción de esa «imagen» solemne de Hidalgo está bien marcada por la novela de Gil Gómez, el insurgente o la hija del médico del joven escritor mexicano Juan Díaz Covarrubias.
Pero… ¿Qué tanta importancia tiene esta novela como fundadora de iconos nacionales y escultora del Padre de la Patria?
La diégesis de la novela Gil Gómez, el insurgente es la proyección de la historia oficial de México, como ya en su momento lo reconocieron intelectuales decimonónicos como Ignacio Manuel Altamirano, Juan Antonio Mateos y Antonio Carrión, por poner sólo unos ejemplos. El romanticismo y la novela histórica ayudaron a conformar el siglo de revoluciones e independencias que fue aquella centura del siglo XIX. No obstante, Díaz Covarrubias murió joven, pero tuvo tiempo de escribir esta novela durante las Guerras de Reforma.
Partiendo de que el relato es el fundamento primicio para el desarrollo de una novela, cuento o, incluso, poema; el relato es donde se mezclan aquellas anécdotas e ideas para causar una dialecta entre sí, asimismo para darle un hilo a la narración de alguna historia, sea ficción o no; y paara eso tenemos al personaje etéreo más importante de todos: el narrador omnisciente. En Gil Gómez tenemos a un narrador omnisciente que se apropia del punto de vista de dos personajes, uno histórico (Hidalgo) y otro ficcional (Gil Gómez), especialmente de este último a quien convierte en un insurgente por los azares del destino; mientras tanto, en Los pasos de López está Matías Chandón, narrador en primera persona que estructura y valora el relato de cómo conoció a Domingo Periñón —nombre con el que se presenta al personaje principal, aquel en el que el imaginario cultural e histórico del mexicano permite reconocer como Miguel Hidalgo— y después, de cómo se alista —sin plena convicción— como insurgente al lado del cura Periñón. En ambos relatos vemos los puntos de vista distintos de dos personajes, Gil Gómez y Matías Chandón, que tienen algo en común: vivieron un evento importante en la Historia, aunque no fueron protagonistas de ello.
Por lo anterior podemos decir que ambos textos coinciden en utilizar un personaje y/o narrador mediador para mostrar las perspectivas de los distintos bandos en pugna desde su visión del mundo, tal como lo señalaba Lukács en sus reflexiones sobre el tema de la novela histórica (Luckács 1966: 15). De este modo, como dice Luz Aurora Pimentel en El relato en perspectiva, “reflexionar sobre el relato no sería entonces, […] una actividad ociosa, aislada de la ‘realidad’, sino una posibilidad de refinamiento de nuestra vida en comunidad, nuestra vida narrativa” (Pimentel 1998: 7); en otras palabras, el ojo crítico del narrador medio se inmiscuye en el relato por medio de sus personajes, para recordar lo olvidado y para descubrir lo no sabido, o, incluso, también descifrar lo no comprendido.
Pero, ¿de qué serviría poner en escena a algunos personajes «ficticios» que se comuniquen con otros que son «realmente» históricos? Se puede inferir ─o eso espero─ que para establecer un diálogo entre íconos e ideas del pasado que han transcurrido como vasos comunicantes hasta otras épocas posteriores, incluyendo a la contemporaneidad, sea para refinar aspectos de la sociedad humana, como en este caso específico la historia de la independencia de México; y en el asunto de los personajes históricos, específicamente en el texto de Gil Gómez, el insurgente, la novela se revela como
un mecanismo fundador de mitos en la época moderna. La narrativa al instaurar y valorar una imagen del mundo, instaura y configura también ese “olimpo” que valida y justifica nuestra realidad socio-cultural presente. (Bobadilla 1999: 74)
Para eso son muy importantes la enunciación, las estructuras temporales, la perspectiva que orienta al relato, cómo se indaga sobre sus métodos de significación y de articulación discursiva (Pimentel 1998: 8). Por ejemplo, en Gil Gómez se añade alguna carta de Miguel Hidalgo o el virrey Venegas, es un elemento epistolar importantísimo para la enunciación y articulación discursiva, donde claramente vemos la perspectiva de cada personaje, dependiendo del nivel de ficción que se sumerge en ellos, y se puede discernir qué se pensó en su espacio temporal o diacrónicamente. Al mismo tiempo, podrá advertirse que la decimonónica novela histórica requería de apoyos interdisciplinares, en este caso de la historia y el periodismo, para validar sus interpretaciones históricas y crear «un efecto» de verdad.
Y, sin más rodeos ─típico de mí─, se verá que “las estructuras narrativas en sí son ya una forma de marcar posiciones ideológicas” (Pimentel 1998: 9); o, como dijo Jonathan Culler, en un nivel de recepción, un relato es un «contrato de inteligibilidad» que se pacta entre el autor y lector, con el objetivo de elaborar una relación de aceptación, cuestionamiento o abierto rechazo entre su mundo y el que propone el relato (Culler 1975: 192).
Precisamente, las novelas históricas mexicanas del siglo XIX se apropiaban finamente del relato, ya que erigían monumentos a seres extraordinarios, o en palabras sobrias, los enaltecían en los lindes de la hipérbole, junto a eventos épicos y maniqueos, donde realmente “la actividad del hombre [como individuo] en la historia debe ser eliminada totalmente” (Luckács 1966: 24). En otras palabras: la historia estaba sobre el humano, no el humano sobre la historia; así se verán muchas novelas históricas en que gran parte de sus personajes se vuelven efímeros, pero prevalece el espíritu político y, a veces, antropológico, como en Gil Gómez, donde el personaje evoluciona en un proceso muy parecido al bíldungsroman.
Destripe repentino: la mayoría de los textos nacionalistas decimonónicos son todo un crisol interesante de maniqueos y patriotismos un tanto naive.
Sin embargo, lo importante en la novela es que Gil Gómez experimenta aventuras y desventuras que lo hacen crecer y madurar no ya física sino intelectual, éticamente, pues hay una evolución de un código de valores casi inexistente a la articulación de una ideología independentista y liberal bien sustentada y justificada racionalmente. Además, era necesario el desarrollo de cuentos y novelas que simbolizaran los conflictos éticos y estéticos, políticos y sociológicos, culturales y antropológicos de México, porque, con todos estos elementos, se podía forjar un aparato ideológico indispensable para la consolidación de México como nación independiente (Aínsa 2003: 7).
Ahora bien, a diferencia de la novela histórica del siglo XIX, la nueva novela histórica, que comienza a escribirse a finales del siglo XX —desde 1980 aproximadamente—, «pone al hombre sobre la historia», e «imponiendo a un personaje sobre el relato», fundiéndose y recreando una perspectiva humana y contemporánea, o relativamente postmoderna, pues coincide con los valores epistémicos del momento de la enunciación. Aquí se puede inferir que hay relatos donde sólo se sabrá lo que venga del interior del personaje principal, o secundario, pues se plantean explicaciones íntimas, psicológicas a los sucesos determinantes de la historia (Barrientos 2001: 14). Se considera también que, en un sentido un poco más allá de lo simplemente literario, la nueva novela histórica capta el ambiente social de cada uno de sus personajes, aquí tiene que ver en parte la polifonía, que expone las conflictos ontológicos de la sociedad en la que el autor se adscribe (Menton 1993: 32).
En cambio a períodos anteriores, sobre todo de los del siglo XIX, la nueva novela histórica hace una ruptura del modelo estético. Las novelas de formación, las solemnes, las de narrativa épica, patriótica (modelo romántico), o las que son fiel a la crónica (modelo realista), de formulación estética (modelo modernista) o experimental (vanguardista), “han cedido a una polifonía de estilo y modalidades narrativas que pueden coexistir, incluso de forma contradictoria, en el seno de una misma obra” (Aínsa 2003: 97), que conduce a reconocer el carácter contestatario de cada una de las novelas hacia algún partido, eventos o interpretación, pues cada texto tiene elementos históricos de los cuales se apropia para responder a un tú cercano o lejano. Además, no hay que dejar atrás que las nuevas novelas históricas pertenecían a un nuevo siglo, al siglo de la contemporaneidad, del postmodernismo, y demás ismos, donde
la recuperación de la marginalidad, el uso de filosofías políticas que dejan espacio a la heterodoxia y la disidencia, el concepto de la literatura como una experiencia comunal abierta a la participación del lector, y la reescritura paródica de las tradiciones históricas y literarias, con la intención de desmitificar los sistemas de representación dominantes. (Navarro 2002: 14)
Como ya se ha dicho, por lo general la cultura y la historia oficial mexicana provienen directa e indirectamente del liberalismo decimonono, que comenzó a forjar un olimpo de héroes, un imaginario nacionalista fundacional para la nueva nación que era México desde mediados del siglo XIX. En este sentido, la novela histórica decimonona mexicana se dio a la tarea de crear un entramado de acciones y personajes que explicaran, desde la perspectiva liberal, el nacimiento de México desde la guerra de independencia iniciada por Miguel Hidalgo en 1810. Estas ideas se concibieron para la tarea de legitimar íconos revolucionarios, asiendo de la literatura esos relatos, otorgándoles categoría no de ficción literaria sino de conclusiones científicas, históricas, realmente fidedignas, así como pasó con Juan Díaz Covarrubias con su novela Gil Gómez, el insurgente; El libro rojo de Riva Palacio; Sacerdote y caudillo de Juan A. Mateos; entre otros casos más de igual interés.
A diferencia de lo sucedido durante el siglo XIX, en el siglo XX se fungió la aberración a todo lo que connota al oficialismo, la post-modernindad, los movimientos contra-culturales, el todavía preguntarse qué es ser mexicano, las canciones de protesta, el existencialismo y, en particular, el anti-priísmo que prevalecía en la sociedad y cultura mexicana de las décadas comprendidas entre 1960 y 1980, impulsaron una nueva forma de ver al mundo y vivir en él. En medio de estas múltiples manifestaciones culturales surge la nueva novela histórica, de la que Ibargüengoitia se apropió en Los pasos de López, al igual que en otras de sus novelas, haciendo una subversión de la historia oficial, donde lo solemne está de menos y la comicidad se acentúa. Así se revisaba la mexicanidad desde sus inicios independentistas, por medio de interpretaciones literarias de un pasado colectivo (Rodríguez 2002: 2), como también atentando contra al orden político autoritario del polémico Partido Revolucionario Institucional (PRI).
En pocas palabras, “gran parte de las novelas históricas producidas durante las tres últimas décadas se caracterizan por una paradoja combinación de auto-conciencia narrativa” y, algo insoslayable, la “reflexión historiográfica”; estos son textos “intensamente auto-reflexivos (exponen abiertamente su condición de artefactos lingüísticos), que aluden a una realidad histórica específica” (Navarro 2002: 17), como aquí lo es en específico la primer insurgencia de independencia, la del cura Miguel Hidalgo.
Hasta aquí se ha hablado de los propósitos, la vida, estilísticas y tropos literarios de Díaz Covarrubias e Ibargüengoitia. Derivado de lo anterior, cabe preguntarse cuáles eran sus limitantes, qué tantos rasgos tenían en común o cuáles eran totalmente dispares. Como se ha visto a lo largo de este capítulo, cada novela tiene sus cualidades y sus similitudes espacio-temporales, aunque es interesante cuando un autor dialoga sobre su novela, utilizando argumentos en los que defiende o debate sobre la trama de su creación y su objetivo intrínseco… O sea, sería como un ventrílocuo que utiliza a su marioneta para expresar un discurso controversial que él mismo no lo haría.
En este contexto es menester hablar que Díaz Covarrubias no le fue suficiente solamente con plantear su interpretación literaria de la historia, sino que añadió un apartado que se llama “Al lector”, prolegómeno y/o paratexto de la novela Gil Gómez, el insurgente, el cual invita al lector a entender al joven escritor liberal, y, a la vez, también explica la razón por la que escribió una obra literaria de intención histórica que le fue provechosa. Como una plática amena, sin más que dar alguna simple explicación, Díaz Covarrubias habla sobre cómo le llegó la idea de escribir una novela histórica, la cual, según él, fue la primera de su clase en México. He aquí la cita, una de las más importantes para asir el espíritu de la novela:
Pero pensé que en vez de cultivar con tanto ahínco, una poseía tan exagerada y tan viciosa como es la mía [en las lides románticas], que escrita en horas de amargura, en momentos de duda y desesperación, no podía menos de sembrar malos gérmenes en el corazón de la juventud, que hojea generalmente esta clase de libros; valdría más que dedicase a la novela histórica, género mucho más útil y en el cual se pueden más ensayar las fuerzas. (Díaz 1959: 3)
Díaz Covarrubias, conforme maduró literariamente, llegó a la conclusión de que la poesía no era lo que México necesitaba para su desarrollo cultural nacional, ya que la poesía era un elemento o proceso individualista ─o anárquico, como algunos la llegan a tachar─, de entretenimiento y desahogo; en cambio, la novela, el texto en prosa, es un camino excelente para el ensayo socio-político mexicano, ya que, por medio de la historia y la literatura, se practican aspectos antropológicos que forman una racionalidad ética-estética, así como una política. Todo un instrumento positivista. Eso sí, aquí hay que tener presente las convicciones éticas y estéticas que había en el papel de la novela como género literario emergente, hecho que bien ilustran intelectuales y escritores tan importantes como Altamirano y Luis de la Rosa.
Debe decirse que dentro de la novela Gil Gómez, el insurgente se reconoce que la fundamentación para la escritura de esta novela fue por medio de una ardua investigación historicista, diciendo que él había procurado “para la parte histórica, reunir el mayor número posible de datos y documentos de la época” (Díaz 1959: 148), así como también en los relatos populares que le contaron gente anciana y otras que vivieron a flor de piel la revolución de Independencia. Vaya que Díaz Covarrubias tuvo que dárselas de reportero.
Si bien Ibargüengoitia no plantea en un prólogo su concepción ni la intención de la novela, sus particularidades estilísticas revelan, en cambio, una concepción novelística implícita basada en el humor y la sátira. En este sentido, la novela habla por sí misma y revela una concepción de la construcción del discurso literario, donde su credibilidad y verosimilitud “se ve determinada por los intereses individuales del narrador, su imaginación, las estrategias discursivas, y el artificio del lenguaje convirtiendo el material historiográfico en un texto ficcional que es a la vez recreación histórica y creación estética” (Rodríguez 2002: 3), como se puede vislumbrar en la obra de Jorge Ibargüengoitia.
El espíritu liberal de Díaz Covarrubias intercalaba varias intenciones explícitas en su discurso, pero hay que destacar que principalmente era la de instruir a los mexicanos, ética y moralmente, como también que el mundo entero reconociera la historia de México como una línea del tiempo solemne, original y progresista1, propósito con el cual Ibargüengoitia se encontraba distante, pues su concepción de la historia estaba basada en la reescritura de la misma, en la revisión, en la duda y deconstrucción post-moderna, que lo conducía a replantear los cauces de la revolución de independencia, pero esta vez con risas y tragedias, aciertos y equívocos, para despertar un espíritu crítico entre los lectores de su literatura, en el sentido de que se cuestionaran las interpretaciones establecidas, se diera cabida a otras posibles motivaciones y significaciones, enriqueciendo así el acto de la recepción del discurso literario.
Un punto que se debe de analizar es la figura de Miguel Hidalgo entre las dos novelas. Según la novela Gil Gómez, el insurgente, Hidalgo era “un anciano de más de sesenta años, de genio afable aunque naturalmente melancólico” (Díaz 1959: 210); desde estos momentos se nos presenta a un caudillo romántico hasta la médula, pero es irónico que parece ser el prototípico Miguel Hidalgo que en los libros de educación básica se demuestra en la Historia de México. Sigamos con otras características físicas de Hidalgo en Gil Gómez:
Era Miguel Hidalgo un anciano que representaba tener más de sesenta años, su frente y la parte anterior de su cabeza desprovistas enteramente de pelo, estaban surcadas por esas huellas que dejan sobre algunos hombres extraordinarios, más que el tiempo, el estudio y la meditación; su tez era morena, pero extremadamente pálida, con esa palidez casi enfermiza que causan las vigilias y las amarguras que la vida; sus ojos lanzaban miradas ardientes y profundas, que algo amortiguaban sin embargo la melancolía y la benevolencia, su nariz recta, su boca pequeña con ese recogimiento particular hacia las comisuras que imprime la fruición interior del alma; y aquel rostro tan todo severo, tan noble, tan profundamente pensador, por decirlo así, estaba inclinado sobre el pecho como si el peso de la reflexión o del martirio de la existencia lo hubiese doblegado. (Díaz 1959: 219-220)
Hidalgo es un hombre de fisonomía heroica, empero, lo más destacable es que Díaz Covarrubias lo dibuja como hasta en la actualidad y oficialmente es visto: un cura anciano de mediana estatura, cabello níveo, frente amplia, mirada profunda, boca discreta y siempre con su vestimenta de sacerdote. ¿Qué recuerda esto? Puede que a los antiguos filósofos griegos, tal vez hasta las representaciones épicas de héroes míticos, o solamente la descripción de un noble cura criollo portavoz de las almas humilladas por la colonia española. Además, la descripción física de Miguel Hidalgo no es gratuita ni mucho menos ociosa: Covarrubias, aparte de preocuparse por la Historia y, por lo tanto, la historia de su novela, también pinta a Hidalgo con solemnidad para que se interne en el imaginario del lector, como también aprovechando el medio literario para aportar su versión de la Historia. A diferencia de otros casos, en el que Miguel Hidalgo es un hombre militar, con bicornio y espada; otro en que Hidalgo es un sacerdote militar con un estandarte de la Virgen de Guadalupe; otro que se atrevió en ponerle kilos de más y mostrando un sacerdote con sobrepeso2; Covarrubias acertó con la arquetípica figura de Hidalgo que hasta la fecha se sigue utilizando con rigor, como bien se ve hasta en los muralistas del siglo pasado3.
Ibargüengoitia, en cambio, no sólo creó una imagen plástica del personaje histórico, sino que lo planteó como un humano que comete acciones inmorales. Véase que en Los pasos de López, desde que aparece Periñón, se dice que no llevaba sombrero y también tenía una calva, pero ésta estaba “requemada por el sol” y con ingenio el narrador pone en duda el oficio de Periñón diciendo que “se sabía que era padre por el alzacuello, pero en vez de sotana llevaba pantalones y botas con espuelas” y por último cabalgaba “dejando colgar el brazo izquierdo en cuya mano llevaba siempre la vara que usaba para espantar perro” (Ibargüengoitia 1986: 8). A diferencia de Covarrubias, Ibargüengoitia se fija más en las acciones que en los rasgos físicos de Periñón (Hidalgo), aunque estos aparentemente son similares al Miguel Hidalgo prototípico.
Esto es particularmente importante pues de esa manera se configura a un personaje vital, dinámico a diferencia del construido por la literatura decimonona, en la cual el personaje aparecía como un ser pétreo, inamovible, como un paradigma o modelo fijo a seguir. En este contexto, debe decirse que se configura a un ser para el cual la acción es un efecto de movimiento que pertenece únicamente a los seres vivos, a lo que habría que sumar el reconocimiento de acciones no necesariamente heroicas como la indolencia, la holgazanería o el hedonismo, todas ellas características que asocia Ibargüengoitia a Hidalgo. Particular importancia tiene el reconocimiento de Hidalgo como un hombre lascivo y sensual, pues de esta manera se le humaniza y desacraliza, como puede verse en la siguiente escena en la que Periñón quiere ir de parranda, después de una fallida presentación teatral, y surge este acto:
Caminamos en la oscuridad tormentosa. Los truenos del cielo se confundían con los cohetes de la fiesta de los pobres. Periñón conocía el camino del callejón del Coyote mucho mejor que Adarviles y llegamos en poco tiempo a la casa de la tía Mela. Tal como había ocurrido en mi primera visita, la puerta estaba cerrada y se oían murmullos adentro. Periñón dio, como siempre, los cuatro golpes pausados y, como la primera vez, la voz cascada advirtió:
—Aquí no hay nadie, ya todas las muchachas se fueron.
Entonces Periñón anunció:
—Es López:Inmediatamente se descorrieron cerrojos, se abrió la puerta, salieron a la calle media docena de putas, se hincaron en el empedrado y besaron la mano de “López”. (Ibargüengoitia 1986: 72)
Periñón tampoco sabía qué hacer con la Nueva España si llegara a ser esta independiente, algo que razonablemente pudo haber sucedido a Miguel Hidalgo, ya que su revolución fue súbita y caótica, casi sin tiempo para planear un nuevo gobierno, tal como se ve en un diálogo de Periñón que dice que Nueva España puede ser “una república como tienen en el Norte o bien un imperio como tienen los franceses, pero es cuestión que francamente no me preocupa, porque sería raro que llegáramos a ver el final de esto que estamos comenzando” (Ibargüengoitia 1986: 76). Y vaya que tuvo razón, al menos con lo de que no les tocaría ver la fin de «la película».
En el Grito de Dolores, grito de propaganda, grito que tiene una gran cantidad de versiones, se construye una escena especial de tal acontecimiento en las dos novelas. Por ejemplo, en Gil Gómez, el insurgente la escena se desarrolla tan ceremoniosamente que parece poco natural. Cuando la conjura es descubierta, Miguel Hidalgo, besa “humildemente las plantas de la virgen de Guadalupe” (Díaz 1959: 223), escena que en el caso de Los pasos de López el narrador describe de una manera por demás realista y directa, sin artificios ni idealizaciones: Periñón “descolgó la imagen de la Virgen Prieta que estaba en el cuadrante, arrancó tres palos y el bastidor y amarró el cuadro a una lanza, convirtiéndola en estandarte” (Ibargüengoitia 1986: 108). Como señalábamos antes, en Gil Gómez la descripción es más detallada y significativamente más artificiosa, extendiéndose bastante, agregándole más drama al acto, al grado tal que Miguel Hidalgo hace juramentar a Gil Gómez ante la Virgen de Guadalupe, y Gil Gómez lo hace a fe ciega. También, en Gil Gómez hay dos referencias hagiográficas hacia Miguel Hidalgo, la primera es la escena en que parece que Hidalgo es poseído por el espíritu santo:
De repente se puso de pie como impulsado por un resorte, irguió su abatida cabeza, su frente iluminada por la luz de una idea gigantesca se volvió al cielo, sus ojos se humedecieron por el entusiasmo, sus labios se abrieron por una sonrisa de superioridad y volviéndose a Aldama, que de pie en medio de la estancia había observado con silencio respeto aquella lucha terrible de su corazón retratada en su rostro […]. (Díaz 1959: 221)
Y con la afirmación de “como si el cielo favoreciese sus proyectos” (Díaz 1959: 226), el narrador otorga una dimensión divina a la gesta, como si la insurgencia estuviera apoyada por Dios; pero la hipérbole religiosa llega también a deificar a Hidalgo, caracterizándolo como literalmente un dios desde las páginas 211 a la 212. En Los pasos no se optó por ninguna representación mística de Hidalgo; digo, Periñón.
Después del acto preparatorio al grito, Miguel Hidalgo en Gil Gómez da este breve discurso:
—Os he llamado, hijos míos, para haceros saber que he pensado sacudir el yugo que pesa sobre vosotros hace tres siglos. De hoy en más, si la Virgen de Guadalupe ampara nuestra causa, saldremos de este estado terrible de esclavitud en que hasta aquí hemos vivido. Decid conmigo: ¡Viva la América! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! (Díaz 1959: 227)
En Los pasos de López, en cambio, el narrador-personaje Matías Chandón, hace una breve aclaración antes de pasar al relato del Grito de Ajetreo4:
El episodio que sigue es tan conocido que no vale la pena contarlo. Voy a referirme a él brevemente nomás para no perder el hilo del relato y precisar algunos puntos que la leyenda ha borroneado. Es el que empieza con mi cabalgada nocturna y termina con Periñón en la iglesia dando lo que ahora se llama “Grito de Ajetreo”. (Ibargüengoitia 1986: 107)
Es sustancialmente importante la gravedad sintética del discurso en este párrafo. Y es que es aquí donde Ibargüengoitia utiliza a Matías Chandón para decir “lo que ya se dijo mucho” pero “en una versión más cercana a la realidad”, afirmación subversiva que reconoce la existencia de otras palabras, de otros discursos históricos, a los que descalifica dado que expresa la necesidad de “precisar algún algunos puntos que la leyenda ha borroneado”, dado que reconoce que esos discursos han articulado “una visión inexacta” acerca del hecho histórico en cuestión.
Ahora bien, en ese juego semántico-simbólico que implica la ironía, es pertinente reflexionar acerca del nombre que la obra de Ibargüengoitia da al lugar y acción que se asume como la cuna de la independencia, esto es la representación literaria que se hace del pueblo Dolores, nombrado ahora como “Ajetreo”. ¿Por qué “Ajetreo” en vez de “Dolores”? Precisamente, aquí es donde de forma magistral se elabora la carnavalización de lo solemne, de lo histórico, donde lo mítico se vuelve cómico y humano. Y es que de esta manera donde se hace énfasis en el carácter meramente circunstancial que tuvo el inicio de la guerra de independencia y las acciones desarrolladas por su promotor, el cura Hidalgo, pues se subraya ese carácter y significación casual, informal del movimiento que forjó a la nación mexicana.
En las variaciones narrativas e históricas que se han podido divisar entre las dos novelas, las interrogantes de cómo fue el levantamiento de Miguel Hidalgo y cómo fue Miguel Hidalgo son las constantes que aportan premisas sustanciales. Ningún personaje o evento que tengan en común las dos novelas se desenvuelven con el mismo proceder; sin embargo, cada paso, cada cambio, recrea un momento de la Historia, revolviendo las piezas del rompecabezas y armando la figura de otra manera, según la perspectiva del usuario. Se puede decir que la historia de México y la Historia en general, es como un sólo monumento enorme que se disecciona para armarlo o completarlo, sea desde un descubrimiento arqueológico, como también las palabras fehacientes de un historiador o las hipótesis que plantean novelas fundamentadas en la Historia; y así, pausadamente, se le da más brillo al monumento.
Es posible que Miguel Hidalgo nunca fuera como lo describen en los libros de Historia de educación básica, como tampoco fue el otro Hidalgo que en los textos contra-oficialistas se pintó; pero, a la vez, es todo lo que se ha dicho, ya que Miguel Hidalgo al transcurso de los siglos, se convirtió en mito y tragicomedia. Para eso, es necesario releer la historia en función de las necesidades de la actualidad, porque la relectura, en cualquier ámbito, llega a responder esa necesidad de recuperar un origen, justificar una identidad (Aínsa 2003: 93), actualizarse y reactualizarse posteriormente, todo a base de, repito, las necesidades de la sociedad, intrínsecamente ligadas a la evolución del pensamiento y la psicología, y así, descubrir cuáles son sus puntos de poder en ella.
Para eso se creó la nueva novela histórica: creaba un acercamiento al pasado como actitud “niveladora y dialogante” que elimina la “distancia épica” y mitificadora de la novela histórica tradicional, esto es la del siglo XIX. De esta manera se genera una exploración crítica sobre los arquetipos, íconos y mitos que se han construido por medio de la historia de una nación (Aínsa 2003: 95).
Por eso se puede decir que Miguel Hidalgo es tan Domingo Periñón, como Domingo Periñón es López.
[1] […] creemos y nos atrevemos a decir, que el principal dote de un historiador es la imparcialidad, y más nosotros mexicanos que necesitamos desvanecer las malas ideas que acerca de nosotros se tienen en Europa, ideas esparcidas por ingratos literatos extranjeros, que después de recibir en nuestro país una franca y generosa hospitalidad, nos han vendido como villanos al volver a su patria. (Díaz 1959: 208)
[2] Esta información se puede abstraer de Brenes Tencio, Guillermo. Los rostros de Hidalgo: iconografía del héroe nacional, padre de la patria mexicana (siglos XIX y XX).
[3] Para más información consultar el artículo de Guillermo Brenes Tencio Los rostros de Hidalgo: iconografía del héroe nacional, padre de la patria mexicana (siglos XIX y XX). Acta Republicana: Política y Sociedad, año 9, 2010.
[4] “Ajetreo” es Dolores.
Bibliografía:
- Aínsa, Fernando. Narrativa hispanoamericana del siglo XX: del espacio vivido al espacio del texto. España: Prensas Universitat Zaragoza, 2003.
- Barrientos, Juan José. La nueva novela histórica hispanoamericana. Cd de México: UNAM, 2001.
- Bobadilla, Gerardo. Historia y literatura en el siglo XIX. México: Instituto Sonorense de Cultura, 1999.
- Culler, Jonathan. Structural Poetics. Ithaca: Cornell University Press, 1975.
- Díaz, Juan. “Gil Gómez el insurgente o la hija del médico”. Obras completas. Tomo II. México: UNAM, 1959.
- Ibargüengoitia, Jorge. Los pasos de López. México: Océano, 1986.
- Luckács, George. La novela histórica. México: Ediciones Era, 1966.
- Menton, Seymour. La nueva novela histórica de la América Latina 1979-1992. México: Fondo de Cultura Económica, 1993.
- Navarro, Santiago Juan. Postmodernismo y metaficción historiográfica: una perspectiva interamericana. Valencia: Departament de Filología Anglesa i Alemanya, Universtitat de Valencia, 2002.
- Pimentel, Luz Aurora. El relato en perspectiva. México: Siglo Veintiuno Editores, 1998.
- Rodríguez Cadena, María de los Ángeles. Los pasós de López y el “relajo literario” de la independencia de México de 1810. Liverpool: Bulletin of Hispanic Studies, 2002.