I
El sargento Ruiz no sabía que la sangre que goteaba de sus manos eran de estudiante. Sus ojos no podían sorber la escena. Pero lo hecho, hecho está. Mandó a los cabos que enterraran los cuerpos y exigió severamente un silencio imperturbable.
Deslizó una mano sobre su cara y coloreó de un líquido carmesí a sus comisuras, aparentando una pintura de guerra. O la cara de un desquiciado.
Caminó hacia el río y orinó. Endulzó su miembro también de sangre juvenil.
El silencio.
El silencio lo agitaba.
Pidió silencio y el silencio lo agitó.
Los disparos, los gritos, las súplicas, creyó acostumbrarse a todo ello.
Tomó su Desert Eagle y la restregó en su frente. Lágrimas rosas caen de sus órbitas.
Ruiz aprieta los dientes, pero no el gatillo.
Baja el arma y dispara. No siente la horrible herida de lo que era su pie derecho. Los cabos se acercan; unos con manchas de sangre, lodo; otros asustados, otros riendo. La espalda del sargento Ruiz se expande y comprime. Expande y comprime. Expande y comprime.
Da una vuelta cojeando y mira sus soldados.
Los que reían ya no ríen, mientras los que estaban asustados ahora están más asustados.
Ruiz apunta.
Disparo.
Disparo.
Disparo.
Disparo.
II
Disparo.