—Seré su más leal servidor, pueblo querido de Antagosia; seré su carne y espada; seré su gloria y fortuna; ¡oh Antagosia, que tanto has sufrido! Yo prometo que serán mi credo: me reconfortará su paz y armonía. ¡Mi corazón sangrante será su corazón! Y viceversa…
El general Luchón pierde de vista a aquella rubia ojos de esmeralda que rondaba en público. Queda obnubilado al terminar su espléndido discurso político. Antes, un caballero negro, ahora un demagogo de primera, da la primicia de haber obtenido el título después de ser general del batallón sagrado de Antagosia, reino enemigo de Protagonis.
—Qué batalla he tenido con aquel público… —Luchón entra a un cuarto oscuro, donde un hilo de unos escasos centímetros se hundía en la marea negra de la habitación.
—Disculpe, Ser Luchón, pero, ¿le ha costado trabajo desarrollarse como político?
—No seas estúpido. Tu voz me da náuseas. Yo no me adapto a nada; mi padre siempre me mandaba a entrenar con el maestro de armas del castillo, aprendí a defenderme y matar a cualquier escoria, pero nunca nada de política, nada de convertirme un día en “un general” o rey o emperador o cualquier mierda en donde necesite un poco de cerebro. Yo no lo uso ni lo poco que se necesita.
El hilo se revolotea.
—Para eso estamos nosotros, señor.
—¡Ustedes? Conjunto de áspides que nomás saben mentir, emborracharse y reírse. Ya ni la fornicación disfrutan. Yo, que viví asesinando y peleando por Antagosia; ¡oh, muere a Protagonis! No es que esté en desacuerdo en su maldita vocación, pero estoy harto de que siempre utilicen a cabezas huecas con caras bonitas y cuerpos esculturales como yo, y así a demás pelmazos; sin embargo, a la hora de pensar con inteligencia, llegan ustedes, escurriéndose entre vestigios secretos o conjuras de las que un ínfimo porcentaje del reino conoce.
—Si me permite decirlo, pero, a diferencia de cualquier candidato que se nos haya ocurrido, usted no es cualquier tonto…
—¡Vaya, con esas palabras mandaría a cortar la cabeza de tu miembro con las espuelas de Ser Grotesco! Pero no, tienes razón, no soy cualquier imbécil: ¡soy un imbécil con un hacha que ha cortado tantas cabezas que en conjunto crean naciones…!
—Glorioso, glorioso.
Aplausos. Aplausos.
—Maldito pajarraco que sólo adula para ganarse una impía fortuna. ¿Acaso no sabes por qué mierdas voy a pasar? Cuando la gente de Antagosia sepa que yo fui mercenario de una de las invasiones de sus costas en Ogetus, me van a empalar como a muchos héroes y otros tontos.
—Ser Luchón, todas las cosas caerán bajo su propio peso; y a la vez no lo harán, si es que no lo permitimos. El pueblo quiere un chivo expiatorio, o lo querrá, pero no os preocupéis, usted no lo será. Necesitamos a un general que «llene» ese vacío monárquico y como usted es el candidato perfecto, pues, pronto será el humano con más poder en este reino.
—¿Y qué tiene uno que ser o hacer para ser ese «perfecto candidato»? Esto es peor que entender las matemáticas de aquellos morenos que profieren palabras sin sentido; no, no entiendo y a la vez sé que es absurdo, que no tiene sentido… Quiero abdicar.
—Lo siento, Ser Luchón, eso es… Imposible.
—¡Bah! ¿Tiene que sufrir mi familia todo esto? No, no, ni con la amenaza de algún dios, ni con diez rayos o terremotos: yo no quiero este lóbrego destino.
—Es lo que es; su fatum es fingir ser un buen gobernador con un pueblo convulso como Antagosia… Así hasta nuevo aviso.
—¡Al demonio con ustedes!
—No está de más decir que ya estamos entre muchos… Pero, deje usted eso a un lado. Piense que tendrá muchas riquezas, una nueva doncella como esposa que será de las más bellas actrices que podrá ver, y esto conllevará un poder casi infinito.
—No me escupas con esas cosas, engendro.
—Y no hay mejor relato que el que le queda, señor.
—Mandaré a cortar sus extraños miembros y cabeza.
—Perdóneme, señor, pero no le es permitido, como tampoco aniquilar a cualquier otro miembro del consejo.
—Entonces, soy un hijueputa títere que sólo vive enredado de serpientes que lo manipulan hasta la llegada de su muerte.
—Yo lo diría con mejores palabras; no obstante, si es como usted quiere interpretarlo, pues, que así sea.
Un silencio. Dos silencios.
—Así es. Hasta pronto, mi señor Luchón.
Sale el escuálido interlocutor de la habitación.
—Qué cosas… Tal vez es fácil obtener el poder, pero sí que me voy a joder todo… Todo…
Ser Luchón se sienta en aquella silla de marfil ligero, acolchada, pero no sabe que en aquella mesa reposa la carta de su salvación; es decir, su muerte.
«Ábreme, ábreme», le dice. Él, llorando en seco, como todo un guerrero, no escucha. No escucha. Sus manos tiemblan ligeramente por un nuevo padecimiento que le dio de tantos desvelos y putas.
Recuerda a sus hijos, a su esposa que apenas ha empezado a querer. Algo dentro cambia como el el paso de las temporadas… Y una mano, imán del destino, inconscientemente toca la carta.